Es éste un blog zen compatible con nuestro tercer milenio. La práctica de la filosofía zen propicia prescindir de todo aquello de lo que debamos prescindir (palabras incluidas). En este sentido, hemos optado por la brevedad, aun cuando el tema no auspicie precisamente la concisión. Procuramos, entonces, otra premisa zen: la fluidez. Reiteramos, sí, nociones esenciales que requieren ser recordadas.

—¿Qué es el zen? –me inquieren con frecuencia.

Elija usted entre alguna de las siguientes contestaciones o, en actitud zen, adóptelas todas:

—El zen diluye las paradojas humanas.

—El zen es nitidez, ausencia de espejismos.

—El zen propugna la preposición “con”; el zen es uno “con” todo y “con” todos.

—El zen resulta hiper-vinculante; en lenguaje cibernético, diríamos que es un “hiper-link” prodigioso.

Yo soy quien pregunto ahora al lector:

—Entonces, ¿nos inter-conectamos?

FLUYENDO, QUE ES GERUNDIO

Propongo la hermosa metáfora de la existencia humana en términos hidrográficos: torrentes, ríos, cascadas, olas, tsunamis, orillas y profundidades. Fluidez de agua dulce y de agua salada, agua aquietada o en movimiento vertiginoso. Energía vital que no cesa y siempre encuentra su propio espacio y su tiempo, su momento oportuno, su devenir. Es en este sentido que las personas confluimos en el torrente vital de la existencia. Ya que en nuestro flujo, en nuestro devenir, el agua que somos, en nuestro tránsito cronológico y geográfico, genera vórtices energéticos, secuenciales y consecuenciales. Por un lado, todos y cada uno de nosotros estamos interconectados inexorablemente (aún ignorándolo o soslayándolo); por otra parte, habitamos lo que se ha denominado justificadamente “el planeta de agua”, a pesar de lo conozcamos, paradójicamente, como “la Tierra”.

Aunque la proclividad natural de los seres humanos sea procurar negar por todos los medios esta concepción a la que se le tilda equivocadamente de “simplista” o reduccionista, pues a los individuos nos seduce pensar que somos mucho más que la naturaleza y que, inclusive, existimos de manera autónoma, en una especie de “supra-vida”. Tales son veleidades y cantos de sirena, intelectualizaciones yermas que pretenden diluir nuestras responsabilidades ecológicas con el planeta que habitamos y masacramos, intoxicándolo física y energéticamente.

Intentamos, con todas nuestras fuerzas, creer que este pequeño torrente existencial que somos no conforma parte del flujo total, del río, de la cascada, del tsunami, del mar, del océano. Deseamos convencernos a nosotros mismos que, en nuestra calidad de seres humanos, pues somos trascendentes, permanentes y estables. Así, ejerciendo a capa y espada esta pre-noción de mismidad, este pensamiento de auto-exaltación de la humanidad, derrochamos la casi totalidad de nuestra energía vital en tratar de “inmutabilizar” nuestra pretendida individualidad, esbozando linderos artificiales (y cuando digo linderos, pues me refiero a límites, fronteras, líneas imaginarias).

Consecuencia natural de todo ello es que vamos acumulando una onerosa sobrecarga de equipaje que entra dentro de nuestro flujo vital, pero que nos obstaculiza proseguir fluyendo. Así, múltiples cosas bloquean nuestro torrente y el proceso se desordena, ocasionando desequilibrios múltiples y sucesivos que degeneran en caos. Nuestra existencia humana precisa fluir con armonía y de manera natural, con el objetivo de poder preservar nuestra salud física e intelectual. Nuestra “agua” vital debe mantenerse cristalina y fluyendo en riachuelos prolijos y sustentables. Se trata, sí, de la ecología aplicada a la filosofía.

Lo más idóneo es que nuestro propio devenir existencial fluya con absoluta naturalidad, configurando, por sí misma, movimiento. La energía vital procura transformarse con celeridad. Y en la medida en que nosotros mismos logremos percibir nuestra existencia de esta forma, sin aferrarnos a nada, la corriente se limitará a fluir en pro de nosotros. Así, cada vez que algún obstáculo o desecho entre en contacto con nuestro torrente, si la corriente permanece constante y lo suficientemente vertiginosa, pues el obstáculo o residuo proseguirá su propia ruta, alejándose de nuestro flujo de vida.

Los seres humanos nos empecinamos, desde siempre, en negar que somos torrentes interdependientes en el flujo general del universo, considerándonos entidades que necesitamos demarcar y proteger nuestros linderos, aprisionándonos en ellos y limitándonos a ellos, cercenando nuestra energía existencial y nuestras potencialidades. Ello es producto del miedo atávico que nos paraliza y retrotrae, que nos inhabilita. La casi totalidad de una vida humana promedio se malgasta en el intento inútil de ponerle límites al torrente natural de la existencia: estamos siempre en guardia, vivimos sobresaltados y en alerta permanente, disparando nuestros mecanismos de defensa. No exagero para nada cuando afirmo tajantemente que el ser humano no existe, sino que apenas se “sobrevive” a sí mismo, con una calidad vital dramáticamente depauperada.

Nuestras crecientes preocupaciones materiales reflejan nuestra lucha por preservar los límites: ¿qué ocurriría si mañana pierdo todas mis propiedades y la totalidad de mi dinero? Tal interrogante nos taladra el cerebro, robándonos el sueño y la serenidad. ¿Qué pasaría si en el futuro cercano caigo enfermo o sufro un accidente o acontece un terremoto o un incendio? El miedo al provenir mutila nuestra existencia y extingue la alegría de vivir. Entonces, nos angustiamos y nos protegemos; es decir, nos limitamos y demarcamos linderos artificiales que represa nuestro flujo, nuestra corriente, nuestro torrente vital, nuestra hidrografía humana. Así, bloqueamos nuestra energía y nuestro devenir, bloqueándonos y saboteándonos a nosotros mismos y a nuestra añorada realización personal.

He aquí que la filosofía del zen reside en no quedarnos atrapados en lo particular de nuestra propia existencia y considerarlo todo en una visión panorámica, aplicando una perspectiva general que lo aglutina todo y a todos nosotros. Y lo peor de este asunto que nos implica tan de cerca es que malgastamos la mayor parte de nuestra energía fabricando pozos de agua estancada y ahogándonos en ellos. Ello es el resultado directo de vivir angustiados y con miedo. De esta manera, nos creamos demasiados pozos estancados, que constituyen un pernicioso caldo de cultivo para la contaminación y las enfermedades físicas y mentales. No en balde el agua estancada origina conflictos y focos insalubres, hasta el punto de envenenar la existencia propia y ajena, trazando emanaciones que aumentan en proporción geométrica.

La incorporación del zen en nuestra vida nos posibilita tomar conciencia del estancamiento de nuestra existencia en planos diversos. Así, por ejemplo, descubrimos los obstáculos y limitaciones que nos hemos impuesto merced a nuestros temores y angustias cotidianos, desde los más nimios hasta los más fundamentados. Nos encaramos también con el hastío, el desánimo, la exasperación, la apatía absoluta que funciona como anestesia, la hiperactividad crónica o la depresión autodestructiva. Todo ello es agua estancada y a punto de putrefacción que debe fluir hacia afuera, alejándose de nosotros, trastocándose en “agua pasada”, que dirían nuestras abuelas.

Aunque ocurre que, a lo largo de toda nuestra vida, nos han entrenado para hacer exactamente lo contrario: para fabricar y alimentar pozos de agua estancada, de energía vital bloquea da y obstaculizada por nosotros mismos. Y allí radica, precisamente, nuestro enquistamiento en la rutina demoledora y exasperante. De este esfuerzo constante por “estancarnos” y limitarnos se deriva la casi totalidad de nuestras dificultades y nuestro distanciamiento, nuestro extrañamiento de la vida, esa “otredad” en que ha degenerado nuestra propia existencia. Y ello resulta corrosivo, enfermizo y antinatural.

Adentrarnos en la filosofía zen es una forma de invertir paulatina y pausadamente ese proceso. Para la mayoría de los individuos, esta transformación pudiese resultar ardua y compleja, particularmente al principio (pero, ¿qué comienzo no es duro?). Cuando estamos acostumbrados a la anestesia existencial de una vida estancada, ni siquiera llegamos a plantearnos la posibilidad de que surjan torrentes inéditos dentro de su propia conciencia (ni de su vida), por refrescantes o novedosos que estos sean.

Nuestra resistencia a los cambios no es otra cosa que un mecanismo de defensa atávico, aún a pesar de que el cambio forme parte de una solución o de una necesidad o, incluso, de una respuesta satisfactoria que nos provea eficacia en algún aspecto de nuestra existencia. Esta es otra paradoja humana que debemos tomar en consideración para poder mantenernos alertas con el objetivo manifiesto de identificarla y atajarla oportunamente. Pareciese entonces que los seres humanos preferimos el aire contaminado a la brisa limpia y cristalina. Pareciese que preferimos el agua tóxica y pestilente estancada al agua fresca de un manantial que fluye desde lo alto de la montaña con corrientes cantarinas. Nuestro deber personal es prepararnos para poder reconocer estos mecanismos de defensa que nos “cierran” energética e intelectualmente ante el cambio y, por ende, ante la fluidez de soluciones y alternativas refrescantes que encierran la posibilidad luminosa de renovar nuestras vidas y armonizarnos con el universo, auspiciosamente.

Siento el deber indeclinable de aclarar que la filosofía zen, como práctica de vida, no implica la creación de paraísos artificiales ni presupone absolutamente ninguna panacea. Todo cambio es progresivo y oneroso existencialmente. No hay soluciones mágicas ni instantáneas. El zen conlleva fortísimas dosis de auto-conciencia y, por lo tanto, sinceridad total. Con su práctica constante y disciplinada, obtenemos una intensificación de nuestro estado de vigilia que nos conduce a permanecer más despiertos, más vivos. La práctica del zen también propicia un conocimiento intenso de nuestras propias tendencias dañinas, en aras de poder “desactivarlas”. La incorporación de la filosofía zen en nuestras vidas contribuye a detectar los puntos de estancamiento de nuestra existencia, logrando movilizar esas aguas, esas energías demoradas que obstaculizan nuestro desarrollo.

Por ejemplo, nuestras metas no deberían erigirse en conflicto alguno, aunque sí pudiese llegar a ser problemática la forma en que nos relacionamos con ellas, ya que todos precisamos fijarnos proyectos y objetivos de vida, ello es perfectamente normal y funcional, en aquella medida en lo que ejerzamos de manera sustentable. Debemos promover nuestras metas, haciéndola fluir dentro de nuestra cotidianidad, manejando un sistema nítido de prioridades. Para ello es que existen las estrategias y las tácticas cuyos eslabones vamos entrelazando progresivamente. Esto es fluidez existencial que funciona sin estancamientos energéticos.

Equivocarnos forma parte esencial de este proceso, de esta fluidez vital, ya que nuestros desaciertos nos otorgan la posibilidad de enmendar y “des-estancarnos” para proseguir en nuestro torrente existencial. Habrá que evaluar nuevamente las alternativas, valorar escenarios potenciales y tomar decisiones, a la luz de lo aprendido. La filosofía zen nos enseña que no hay pérdidas, sino demoras, estancamientos de energía y “des-fluidez”. Debemos estar sumamente conscientes de los ritmos vitales propios y ajenos (a esto lo conocemos popularmente como el sentido de la oportunidad –que no oportunismo– o el arte de ser oportunos, “providenciales”).

Al respecto, la filosofía zen nos enseña que los seres humanos somos como vagones de un tren que está permanentemente en marcha; es decir, que somos tremendamente interdependientes y que nuestras diferencias de ritmo o “tempo” (velocidad) ocasionan, tarde o temprano, trascendentes colisiones existenciales que afectan a la totalidad del universo. Ello es inexorable. No hay forma de aislarse del la hidrografía energética circundante. Eternamente somos parte del torrente y no podemos evitarlo. Sin embargo, no somos conscientes de ello, porque no vemos más allá de nuestra individualidad. La filosofía zen habla de inteligencia universal y de senderos de bienaventuranza, conceptos hermosísimos que iremos explorando a lo largo de las páginas de este libro.

En nuestro tránsito existencial, los seres humanos estamos predestinados a honrar la vida. Pero en este tercer milenio, por encima de todas las cosas, pareciese que honramos el confort, la satisfacción y la seguridad. Y por adorar a tales deidades (a esos falsos ídolos), destruimos nuestra vida. Por adorar al dios de la comodidad y la complacencia, la gente virtualmente se suicida utilizando drogas, alcohol, la velocidad incipiente de nuestros automóviles, el hedonismo orgiástico, la temeridad irresponsable y la violencia irreprimida. Las naciones veneran a estos dioses en una escala mucho más general y destructiva. Nuestra responsabilidad es desterrar tales conductas, tales idolatrías funestas. Y, simultáneamente, mientras derrochamos nuestra existencia cronológicamente limitada (tenemos fecha de caducidad, de expiración), pues manejamos la paradoja humana de ostentar nuestro pánico a la muerte, pues la consideramos un “cese”, un desenlace.

Nuestros atávicos mecanismos de defensa nos hacen pensar que si nos dedicamos a vivir intensamente, buscando todo tipo de percepciones placenteras, emociones y diversión, quizás podamos evitar el dolor. Si podemos decirles a los demás lo que deben hacer, mantenerlos subyugados y bajo control, quizás no logren lastimarnos con sus acciones. Si podemos evadirnos en los senderos del placer irresponsable, pues no tendremos que asumir ningún compromiso por los asuntos ingratos del mundo ancho y ajeno, pudiendo arribar al clímax de la felicidad.

Todas estas son versiones de las deidades venéreas que veneramos. Se trata del dios de la ausencia del malestar y el desagrado. Sin excepciones, toda la humanidad los adora en algún grado. Al hacerlo, perdemos contacto con la realidad y nuestra vida se precipita hacia el remolino, causando que aquella misma insatisfacción que intentábamos evitar, pues nos invada violentamente por asalto. ¿Recuerdan el asalto y la tempestad referente a Holderlin? Ello ha sido el dilema irresuelto de la humanidad desde el principio de los tiempos. Todas las filosofías y religiones constituyen tentativas por manejar ese temor esencial y primigenio. Desafortunadamente, con harta frecuencia agravamos nuestro error entregándonos a doctrinas proselitistas voceadas por falsos profetas, protagonizando vanos intentos por encontrar “algo” o “alguien”, fuera de nosotros, que se ocupe de nuestros temores e incertidumbres existenciales. Así, lo único que logramos es “escurrir el bulto”, para expresarnos popularmente.

El ejercicio de la filosofía zen nos alecciona en torno a que debemos renunciar a la obediencia unidimensional que ofrendamos a nuestro sistema de evadir el dolor y, en vez de ello, hacernos conscientes de que no es posible escapar a la insatisfacción ni a la sensación de vacuidad o hastío existencial. Cuanto más tenazmente intentemos rehuir del dolor, pues más pronto nos alcanzará. ¿Qué haremos entonces cuando “aquello” (persona –mesías– objeto material o creencia) en lo cual hemos depositado la responsabilidad de otorgar significado a nuestra vida ya no funcione? Procuremos responder a esta interrogante con la sinceridad más descarnada de la que seamos capaces.

Demasiados individuos jamás abandonan esta atribulada búsqueda, esta carrera de ratas por sobrevivir en el laberinto de nuestras pasiones y fatuidades prescindibles. En la feroz batalla por obtener el “control remoto” de nuestra propia vida (y, si fuese posible, de las vidas ajenas), pues aceleramos a fondo, nos reventamos, presionamos a los demás y nos asfixiamos a nosotros mismos. A medida que evadimos la realidad, el miedo, el dolor y la sensación de incomodidad se incrementan. Aunque este dolor llegue a proporcionarnos una que otra lección de vida.

Tenemos que renunciar a la noción preconcebida de que la vida nos debe “algo”. Nuestra existencia, en sí misma, es un don, un obsequio irreversible. Debemos desterrar la idea de que podemos obligar a los demás a amarnos, chantajeándolos con nuestros pretendidos sacrificios. Tenemos que despojarnos de nuestra arrogancia existencial, tal y como si se tratase de una túnica apestosa a la que somos alérgicos. Desnudémonos de todas nuestras vanidades para poder así aligerar nuestra fluidez en el torrente vital. La pregunta práctica al respecto es: ¿cuáles cosas son las que me resultan absolutamente imprescindibles y cuáles no; de qué puedo deslastrarme efectivamente para “fluidificar” mi tránsito existencial? Se trata, sí, para expresarlo en términos inteligibles de mercadeo actual (y de cibertecnología): de lograr una versión “light” de mí mismo; de “vaciar la papelera” y “suprimir definitivamente” toda la “basura electrónica”, limpiando y aligerando mi “disco duro”. Ello optimizará, sin duda, mi velocidad RAM.

Por ejemplo, nuestra vida en pareja debe procurar la placidez y el sosiego compartido. Ello es hermoso y extremadamente excepcional. La pareja zen comparte las cualidades armonizadas de sinceridad y vulnerabilidad, evitando así las máscaras y la acumulación de conflictos. El amor de la pareja zen fluye ecológicamente, de manera auspiciosa y sustentable, funcional. Su relación es eficaz y llevadera, equilibrando sus ritmos, sintonizando sus tiempos, respetando sus respectivas hidrografías energéticas en este planeta de agua donde residimos de manera temporal.

Temores, incertidumbres y dolores están presentes continuamente en nuestra vida. No solamente sentimos nuestros propios angustias existenciales sino también las de quienes nos rodean. Y mientras nosotros procuramos incrementar las dosis cotidianas de anestesia o abstracción e, inclusive, agudizar nuestros mecanismos de evasión y defensa, pues el miedo y el dolor permanecen siempre allí, inconmovibles, acechándonos. Huir, entonces, ni evadirnos constituye ninguna respuesta, apenas un sucedáneo, un analgésico temporal. Prescindir de lo prescindible no implica escondernos, evadirnos ni negar la realidad circundante.

La práctica cabal de la filosofía zen nos enseña que cada uno de los seres humanos estamos haciendo exactamente lo que tenemos que hacer en cada momento. Pero a esa actividad le agregamos nuestros prejuicios e ideas. Debemos entender e interiorizar que nuestros esfuerzos posibilitan que los diversos procesos de la vida se efectúen, y al hacerlo, pues pasamos inmediatamente al momento sucesivo, con la fluidez idónea del torrente. Las demoras son las vicisitudes que nos pesan y sobrecargan nuestra existencia, estancándonos energéticamente.

Prosiguiendo esta línea de pensamiento, ¿qué sucede, entonces, con la “sobrecarga” de nuestra existencia cuando vivimos plenamente cada momento? Si somos totalmente “lo que somos” a cada instante, si nos focalizamos en nuestro “ahora”, pues empezamos a experimentar la vida en forma de júbilo sereno, de realización personal. Debemos entender e interiorizar que entre nosotros y una vida plena se interponen nuestros prejuicios, nuestras expectativas e incertidumbres, estancando nuestro flujo vital y bloqueándonos energéticamente. Ello se exterioriza, por ejemplo, en somatizaciones que llegan hasta a enfermarnos. ¿Recuerdan aquel añejo refrán: “cada día con su propio afán”? Pues no está nada equivocado en su humilde y sencillísima sabiduría popular. Gerencialmente, a ello se le denomina, en su metalenguaje, “trastocar las amenazas y riesgos en oportunidades”. También en este aspecto tienen razón. Y se me dispara la memoria hasta una canción pop anglosajona cuya traducción sería: “no es una carga, es mi hermano”.

No es menos cierto que, en determinadas ocasiones de nuestra existencia, pues las circunstancias resultan tal y como las deseamos. Podemos estar viviendo una relación de pareja esplendorosa o nos estamos sintiendo tremendamente satisfechos con el curso que ha tomado nuestra vida profesional, pero debemos entender e interiorizar que hay una notable diferencia entre el hecho de que “todo marche bien” y el auténtico júbilo zen de serenidad permanente. Por ejemplo, vamos a suponer que estamos experimentando uno de esos períodos de “buena racha, ¿cuál sería la diferencia, entonces, entre la sensación de bienestar circunstancial y la placidez permanente? La respuesta es que lo circunstancial se acaba y nos estresa sobremanera pensar en su fin, mientras que la serenidad que nos procura la práctica de la filosofía zen es duradera. Los ciclos de felicidad, entonces, deben ser disfrutados durante su desarrollo, evitando sabotearlos con preocupaciones. La bonanza es un flujo que debemos dejar prosperar y proseguir su caudal con sus bienaventuranzas energéticas. De lo contrario, la vida se convierte en una sucesión de “duelos” por las cosas o personas o situaciones perdidas que nos estanca y bloquea de manera patológica, lo que constituye una disfuncionalidad patente.

La filosofía zen evoca la bienaventuranza. Es una imagen y un concepto trascendente, luminoso, auspicioso y hermosísimo que debemos incorporar a nuestra existencia diaria, a nuestro “momento”. Empezar a hacerlo implica comenzar a transitar este sendero extenso y continuo, con prolijidad. Por ejemplo, el cúmulo de responsabilidades cotidianas produce gran tensión en la generalidad de la gente. Algunos lo saben manejar mejor que otros, con niveles adecuados de estrés. Otros se desmoronan ante la misma carga o se paralizan, obstruyendo su flujo energético. Hay personas que asumen perfectamente los errores, logrando enmendar su conducta e individuos que no saben cómo encarar el éxito. Las oleadas de la vida los bambolean.

Resulta tremendamente esclarecedor para el ser humano que descubrimos nuestro temperamento característico a través de la observación de nuestra conducta en condiciones de estrés. La tipificación de nuestra respuesta al estrés se origina desde una edad muy temprana, extrapolándose entre la evasión o huida y la agresión. En el medio de estos dos extremos hay un montón de actitudes. Todas ellas nos alejan de la bienaventuranza de la que he venido hablando, salvo la serenidad y el sosiego que propugna la práctica de la filosofía zen. Se trata de una determinada “abstracción” de lo circundante que nos evita los ataques de pánico o la desesperanza. Consiste, nunca menos, en permitir la fluidez energética, el caudal hidrográfico, sin estancamientos ni reflujos.

A nivel pragmático, tenemos que aprender a convertirnos en observadores, en monitores de nosotros mismos, auto-proporcionándonos un feed-back, una retroalimentación. Ello conlleva un proceso constante y progresivo en el que iremos haciéndonos virtuosos, mediante el ejercicio de la observación, la paciencia y la serenidad. Como ya he afirmado, se trata de una “abstracción”. Mientras más nos observamos a nosotros mismos, a nuestros pensamientos y actitudes, a nuestras acciones, “sacándonos a flote”, en similar proporción emergerá nuestro “yo esencial” y nuestro temperamento característico. Así, entonces, podremos contemplarlo (y contemplarnos), exponiéndonos ante nosotros mismos para poder analizarnos y enmendar, “matizarnos”, dosificar nuestros énfasis ante el estrés y los diversos imprevistos de la existencia, en aras de encontrar nuestra bienaventuranza, nuestra fluidez existencial, nuestra armonización energética.

¿Por qué “re-accionamos” en vez de actuar, de ser, de fluir, de ejercer nuestra mismidad? Reaccionamos por miedo, ante el miedo, blandiendo nuestro escudo heráldico. No en balde llevamos milenios escuchando historias de guerreros y combates, así que ante la más minúscula “oposición” a nosotros (contratiempo, vicisitud, obstáculo, crítica, cuestionamiento, duda, sospecha, incertidumbre, imprevisto), desenvainamos nuestra espada oxidada y bramamos como bestias heridas por la indignación. La ira nos ciega y el pánico se convierte en el “piloto automático” de nuestro avión volando en picada contra todos y cada uno de nuestros “adversarios”. En tales momentos (que abundan a lo largo de la vida de cualquiera), encarnamos a los jinetes del apocalipsis y, también, a las muchedumbres vociferantes que perseguían a pobres desgraciados, enarbolando jactanciosamente sus antorchas.

Noten ustedes que incluso el sosiego tiene un componente de malestar, ya que, por ejemplo, resulta un placer evidente disfrutar de la paz y la tranquilidad, pero luego surge la amenaza inquietante de que, en cualquier instante, puede reiniciarse el ruido y el estrépito circundantes. En la filosofía zen no hay polaridades que nos “disconforten”, sino contemplación serena de tales eventos: frío y calor conforman el flujo, del mismo modo que el placer y el dolor, la angustia y el sosiego, los ciclos naturales de luz y oscuridad. Se trata de un torrente que avanza por su caudal, energizándonos. Por ello afirmamos: “vive tu jornada tal cual es”. Nuestro deber radica en hallar nuestro sendero de bienaventuranza.

Ya en la infancia nos encaramos con el hecho de que “el mundo” no es siempre como pretendemos que sea. Deseamos que nadie nos contradiga ni se interponga entre nuestras “metas” y nosotros mismos, así que, ante cualquier “interferencia” o injerencia ajena, pues desarrollamos una “re-acción” defensiva (ira, evasión, hostilidad, descalificación), sazonada con el miedo. Es una respuesta inducida (casi un acto reflejo) ante cualquier posibilidad de decepción y sufrimiento, que forma parte operante de nuestro sistema de “auto-protección” humano. Con ello, provocamos una especie de cortocircuito existencial que nos “desarmoniza” energéticamente y bloquea, obstruye, nuestro flujo, nuestra hidrografía vital.

La humanidad viene replicando este pernicioso proceso disfuncional desde el principio de los tiempos. Es decir, que no es una carga de la cual resulte ni fácil ni inmediato lograr deslastrarnos de ella. Se trata de una conducta interiorizada en nosotros, latente, casi que constituye un acto reflejo. Es, sí, un atavismo que tenemos el deber de “desactivar”, de “deshabilitar”, de desterrar de nuestra cotidianidad y de nuestra psique, mediante la incorporación progresiva y la práctica consecuente de la filosofía zen en nuestras vidas.

No podemos negar que el mundo externo nos azota el rostro con variopintos conflictos que tenemos que resolver, algunos de ellos tremendamente complejos y retadores. Pero no son los problemas per se los que nos crispan y exasperan, sino la “oposición” que nos ofrecen, los “obstáculos” que nos representan en nuestro devenir existencial. Todo bloqueo a nuestra fluidez energética nos problematiza, mientras no aprendamos a sortearla. Y de allí proviene nuestro profundo desasosiego pertinaz y permanente que exteriorizamos desarrollando sucesivas patologías: ello es una espiral nefasta para nosotros y, consecuencialmente, para aquellos que nos rodean. Y hay allí un contagio de energías indeseables que nos eximen de la bienaventuranza. Estamos llamados, entonces, a desatar tales nudos, “des-dramatizando” nuestras circunstancias. Los seres humanos hemos venido desarrollando una execrable proclividad por el melodrama que nos convierte en tristes coprotagonistas de telenovelas. En este sentido, dramatizamos y nos victimizamos para poder despertar nuestros quince minutos de conmiseración ajena. Pareciese que el sufrimiento genera admiración y un mercado de consumidores predispuestos a enterarse de las mayores desgracias, dibujando un circo morboso alrededor. ¿En qué clase de criaturas nos hemos trastocado que nos alimentamos de la carroña mediática, de la escatología y el escándalo más abyecto?

Nuestra misión tiene que ser lograr abstraernos de toda esta miseria circundante y trascenderla, aunque, eso sí, sin guarecernos dentro de un capullo y ni siquiera volvernos anacoretas. Nuestra valentía no consiste en arremeter contra los virulentos ni los apocalípticos, sino en aprender a sortearlos auspiciosamente, con fluidez, sobriedad y elegancia natural. Evoquemos la bienaventuranza como inspiración y orientémonos hacia ella con serenidad y entusiasmo. Permitamos que fluya nuestra energía y vivamos en concordancia con nuestra “hidrografía”. Debemos aprender a prescindir del dramatismo y del escándalo, dosificando nuestros énfasis y compulsiones. No podemos quedarnos estancados en ninguna fase. Hay duelos y alegrías que se suceden. La vida conlleva un ritmo y un “tempo” musical que aprendemos a percibir y actuar en consecuencia. De este modo, la práctica de la filosofía zen propicia nuestra sintonía con el universo.

Otro notable ejemplo de la sabiduría popular (que, en cierta manera, es como remitirnos a la voz de la madre naturaleza), afirma tajantemente que “no ofende quien quiere, sino quien puede”. En la medida en que le quitemos a los demás la posibilidad o el don de “insultarnos” (minimizarnos, descalificarnos, subestimarnos, parodiarnos, desautorizarnos, desprestigiarnos, injuriarnos), pues asimismo vamos transitando nosotros la senda del sosiego y la bienaventuranza, desconflictuándonos y erradicando el drama de la vida. Como señala aquel auspicioso hexagrama del I Ching: “no existe lugar para el error ni para el arrepentimiento”. Así, la maledicencia ajena se diluye ante la ausencia idónea de nuestras réplicas. Nuestro silencio y falta de re-acción ha invalidado cualquier posibilidad de injuria o dolo en contra nuestra. El torrente, entonces, prosigue su camino en nuestro generoso planeta de agua. ¿No les parece que ello merece nuestra celebración y gratitud?